"CALDOS DE CULTIVO"
Texto por Santiago Mutis Durán
Septiembre 1997
Que Dios me libre inventar cuando estoy cantando.
Pablo Neruda
Los patios solitarios y silenciosos de las viejas casas, los corredores asoleados, la intimidad de la ciudad; espacios pensativos, iluminados, como sorprendidos por un niño –tal vez sólo la infancia descubra lugares semejantes-, rociados amorosamente de esperanza, que no es otra cosa que una forma de esperar…de saber esperar y de sonreír. Es decir, una forma de sabiduría, y todo cuanto se puede hallar. No se ve a nadie en estos recintos, hechos de asombro, muy suave, muy vivo –como vemos que las cosas esperan dentro de los espejos-. No sé si son recuerdos, patios de la casa paterna, metáforas del pensamiento, imágenes –cálidas- de una vida vivida ya y que el paso del tiempo nos devuelve como lugares sagrados, demasiado reales, demasiado cercanos, en donde aún se siente algo del eco de una alegría infinita. Pero no es esto lo que me admira en María Cristina Cortés, sino la sencillez, la naturalidad, la humildad con que ella puso en las manos del arte estos tesoros, con una claridad fresca y nítida, como suele ser la verdad, que no siempre se alcanza o premia toda búsqueda, ardua o ávida, y que María Cristina parece no haber sufrido, pues no se siente en estos, sus primeros cuadros, torpeza, vacilación ni tropiezo alguno. Ella, simplemente, entró tras una luz, joven como quien sigue una canción, porque le es familiar. Todo muy cotidiano, muy normal, y como tal milagroso. En estos patios, como en todos los patios del mundo que algun día habrán de ser recuerdos, se escucha la luz, y también el silencio –que es el sonido más puro-, y que en los cuadros de María Cristina Cortés son la presencia del paisaje, su visita, que apenas se dibuja en los cristales de puertas y ventanas. Esta quietud, este aire callado en los patios, esta luz echada en los corredores como un animal doméstico, son la voz del paisaje, que ha venido por ella –y su pintura- y la hará salir a su encuentro. Comienza entonces María Cristina a pintar la luminosa Sabana, que canta con voz brumosa su gran belleza, intacta, sus atardeceres de frutas sombrías, sus nieblas mágicas, sus dulces lejanías, sus lastimaduras, sus luces somnolientas, y en todo ello –árboles, colinas iluminadas, silenciosas distancias, amaneceres, presentimientos-, muy delicadamente, toda el alma. En esta tranquila forma de ver cómo el tiempo es más lento, cómo vuela suavemente una por una sobre todas las cosas, cómo se hace luz y nombra lo que se ama entre sombras, la pintura de María Cristina Cortés descubre la armonía, a la que poca gente se entrega, porque desconfía de lo simple, y así, ella, con nuevos cuadros, acompaña al ganado en las madrugadas, caminando en filas entre la luz de la luna, por senderos sin nombre, entre brillantes barrizales y charcas, bajo la luz de la Vía Láctea; vacas solas o pastando en grupos en las luces inverosímiles del atardecer; y en esta serenidad atenta, por los potreros inundados, yendo sobre espejos de agua donde se reflejan su más bellos colores, entre musgos y nubes, cada vaca lleva en sus manchas un mapa del mundo, que se pasea mansamente por la imagen del universo.
Las riquezas de esta agua sin caunce se funden con la celebración de una pintura que se sabe en ascenso porque ha encontrado, en lo que para tantos no es sino agua estancada, los más ricos colores y una segura, gozosa y fecunda plenitud.
De estos espejos vivos de la Sabana de Bogotá, María Cristina Cortés pasa hoy una pintura casi alegórica, buscada –por primera vez en la coherencia de su obra-: los bodegones, un género en donde tradicionalmente la pintura se piensa a sí misma, pero en el que María Cristina no ha querido hacernos ver, más allá de las aguas quietas de sus paisajes, el significado de Naturaleza Muerta: En un plato casero se pudre sin horror la naturaleza, y sobre él aparece no otro objeto sino una idea, un símbolo, el de la fe y la contemplación. La tentación de incluir elementos alegóricos no es nueva en su pintura, pero nunca antes se habían sobrepuesto a los otros elementos del cuadro. Por eso ahora los pájaros no vuelan, iluminan, pero con una luz que solo ve el alma. Así es toda metáfora, y tal vez la de estos bodegones sea la de la Resurrección. Sé que esto es apenas una interpretación personal. Pero, alegórica o no, la pintura se debe cumplir, como toda poesía, con la sentencia que desde lo más alto la vigila: Poeta, no cantes a la lluvia, haz llover.
Es en verdad una auténtica celebración descubrir tanta coherencia en la obra de María Cristina Cortés. Desde los ya lejanos patios y corredores en donde murmuran sus misteriosos y al mismo tiempo entrañables paisajes, que soplan cómo ángeles en el follaje ausente de estos patios; en las pacientes criaturas que mejor encarnan nuestra larga vida con la naturaleza, y, por qué no, nuestra propia condición; en las aguas que pisan los ganados y reflejan las montañas, las luces, los colores y los cielos bajo los que se ha nacido, y de la vida que hierve secretamente en esas charcas, vivas y fecundas, que nos prometen, como estas “naturalezas muertas”, la esperanza de una nueva vida.
Ante estos últimos cuadros de María Cristina, hoy arde, como una vela, la propia expectación de la pintura, y de quienes la acompañan, pues en la semilla de un roble se escuchan las estrellas y las noches que mecerán sus ramas. La poesía, lejos de ser un capricho, es el latido de las “vidas posibles e imposibles".
"CALDOS DE CULTIVO"
Texto por German Rubiano Caballero
Septiembre 1997
A lo largo de su carrera, María Cristina Cortés ha sido una constante paisajista. Su obra- en óleos y pasteles principalmente— ha tenido que ver de manera exclusiva con la naturaleza, al principio en términos bastante descriptivos y luego en observaciones amplias en las que durante varios años se incluyeron vacas. Estos últimos trabajos siempre tuvieron, junto con el motivo animal, diversos intereses formales relacionados con la luz, los tonos y matices cromáticos, las manchas, las transparencias y los reflejos.
En la bella exposición de 1988 era evidente que la artista practicaba cada vez más unos paisajes alejados de la descripción de la realidad y mucho más cercanos a la creación de unos hechos pictóricos dominados por la presencia sobresaliente del color — con una paleta muy particular rica en azulencos y lilas -- y la iluminación. También se hizo notorio que la pintora se interesaba más por el agua y por su universo siempre cambiante de reflejos y transparencias.
En aquella muestra había dos óleos especialmente importantes para la producción futura de María Cristina Cortés: ‘Yaddo”, que solo mostraba un camino encharcado y “Paisaje Urbano”, un lienzo en el que el motivo central era un canal de aguas azules claras rodeado de una vegetación aparentemente agreste. De una Pintura como ésta muy posiblemente procede la serie “Agua Verde” de 1992. En ella los paisajes se reducían a una visión desde arriba de fragmentos de agua que predominaban en los cuadros y en los que se alcanzaban a distinguir pequeñas formaciones vegetales y detritos.
De esta manera surgieron varios de los “Caldos de Cultivo” de 1997 aquéllos en particular en los que el punto de vista superior hace ver tomas a vuelo de pájaro de sectores abandonados de ciudad, en vez de auténticos detritos. Pero “Caldos de Cultivo” es una serie larga que comenzó con un conjunto de pasteles trabajado ente 1995 y 1996. Estos recuerdan a “Yaddo”, un óleo en el que el primer charco era un circulo irregular en el que se reflejaba la vegetación vecina. De allí a los platos de buena parte de los pasteles el cambio era muy grande. Diversas configuraciones aparecieron rodeadas de aros que básicamente dominaban las composiciones. A partir ce entonces la concentración en porciones de paisaje o más exactamente en trozos de superficies líquidas ha presidido la producción reciente de María Cristina Cortés.
Actualmente “Caldos de Cultivo” es el nombre genérico que la artista da a todos sus trabajos, estén éstos basados en la observación de recipientes a veces no necesariamente circulares — con corpúsculos orgánicos, de sopas-sí, de verdeceros guisos con variados comestibles, especialmente verduras o de detalles de pozos o aguas con detritos. Pese a la variedad de sus procedencias, todas estas obras de 1996-1997 se caracterizan por el refinamiento de la observación y sobre todo a clara voluntad de abstracción que no oculta sus orígenes en pequeños objetos instalados en líquidos y en proceso de transformación de efímera perduración o descomposición.
Puede sostenerse que la pintora invita a que la mirada penetre en los cuadros y se dé cuenta de que sus superficies son aberturas imaginarias en las que aparecen más que partículas orgánicas o pedacitos de alimentos, formas pictóricas — colores, manchas, transparencias — suspendidas, más afuera o más adentro, en el mundo siempre ilusorio de lo pintado. Y no hay duda de que la observación resulta recompensada. Por eso hay que elogiar la enorme capacidad recreadora de María Cristina Cortés que le permite convertir las realidades más humildes en hechos visuales de inobjetable calidad estética.