"CHAMBAS QUE SON PINTURA"
Texto por Antonio Montaña
Diciembre 1998
Con el muy justo nombre de ‘Pinturas’, seguido por el muy colombiano sustantivo ‘chambas’. Maria Cristina Cortés presenta una veintena de lienzos en los que parece haber dado un giro de amplio grado en su tarea. Y digo “parece” porque en realidad su trabajo continúa aferrado al mundo y al paisaje rural. En su etapa anterior logró lo aparentemente imposible: convertir en objeto pictórico el hato: construyó con la solidez de los cuerpos, las grandes manchas y la encurvadora geometría del remate de sus astas, algo que hubiera podido concluir en abstracción si no fuera porque, para salvarla y superar el desafío de la validez figurativa, insistió en dar fuerza a la referencia orgánica afirmándose en el concepto de que, mirado plásticamente, el hato es un paisaje vivo.
Cambia ahora Maria Cristina Cortés la mirada y la atención trasladándolas del horizonte al piso donde están las chambas: zanjas o vallados que separan los predios e impiden el paso al ganado y en las que se empoza el agua.
El agua como elemento del paisaje tiene una larga historia en la vida del arte. Los paisajistas de todas las épocas la han incorporado en sus tareas con casi delictuosa fruición. Entre los impresionistas no hay uno que (o tal vez sí, Van Gogh) dejara de incluirla en la tarea del paisaje. Quien pareció agotarla como tema central, porque parecería imposible ir mas allá de lo que logró, fue Monet con sus ninfeas. El agua tiene algo de mágico. Se convierte en espejo invertido, en paraje de brillos y celajes; en desdibujadota, porque trueca y tuerce la línea y de una la convierte en múltiple. Se encarga el agua de mostrar lo que pensaba el filósofo griego que producía el arte: formas de ser que no son. En ella caben todos los colores, las formas y sus variaciones: es igual recinto o espejo fugitivo de luceros, soles o celajes. Una materia cambiante, transitoria y fugitiva, como las “impresiones” de Manet.
Para un pintor, el agua lo que presenta son desafíos técnicos. Se requiere el dominio formal, fruto de largo estudio, experiencia y delicada selección, para captar con las transparencias su aspecto fugitivo y cambiante: su densidad líquida y su levedad cristalina. El agua es símbolo de vida. No en vano sin ella no existe. Es la fuente de bios, pero en la gran paradoja, portadora de agonías.
En las “chambas” (la palabra es de orígen quechua) de MCC –reflejos de cielos veraniegos de alegre azul índigo, espejo plácido de frondas vivas-, un sabio pincelazo diseña un objeto dejado atrás por la mano del hombre. Y parejo a la festiva colaboración del mundo en torno, un iris de aceitosa porquería castiga el paisaje que mira al infinito bocarriba. Las chambas, con toda su magistral belleza son aguas muertas, estancadas, grises, jabonosas; aguas servidas, desechos de la civilización que invocan vida, igual que las tumbas de los cementerios memoria.
Lo válido de este trabajo, de estas pinturas, no es que denuncien lo que todos sabemos, así finjamos desdeñar su importancia: que la frase del sabio con la que se inició en 1972 la preocupación sobre el ambiente y el mundo sostenibles se acerca a su cumplimiento: “El hombre será el único animal que muera ahogado entre sus propios desperdicios”. Lo resaltable en el trabajo de la artista es su obra misma, su sabiduría y la sensibilidad que la hicieron posible y, contradictoriamente, hermosa. Su tono melancólico y a la vez su grito triunfal: la pintura vive.
"CHAMBAS"
Texto por Germán Rubiano Caballero
Diciembre 1998
Egresada de la Universidad de los Andes en 1971, María Cristina Cortés ha estado presente en el arte Colombiano desde ese mismo año. En este largo lapso, la artista ha realizado numerosas exposiciones individuales y ha participado en muchas colectivas. Su tema casi exclusivo ha sido el paisaje y su técnica preferida ha sido el óleo. La pintora forma parte de un grupo importante y significativo de artistas nacionales que aman el oficio y que recuerdan constantemente la historia del arte.
Comentando hace un año la exposición titulada “Seurat y lo Bañistas” de la National Gallery de Londres, Mario Vargas Llosa afirmaba que los cuadros del gran post-impresionista francés denotan: “…una concepción altísima, nobilísima, del arte de pintar, como fuente autosuficiente de placer y como realización del espíritu que encuentra en su propio hacer la mejor recompensa, una vocación que en su ejercicio se justifica y ensalza.” Aunque sé que opinar lo mismo de los trabajos recientes de María Cristina Cortés le debe parecer a la artista una exageración, la verdad no encuentro unas palabras más certeras para comentar la calidad de sus óleos y, sobre todo, la fruición de su ejecución y la limpidez de sus representaciones.
En sus lienzos actuales, la pintora nos presenta los reflejos de la naturaleza en el agua estancada y no deja de mostrarnos objetos minúsculos abandonados, que, en la mayoría de los casos, ya son verdaderos detritos. Pero claro, gracias al ojo y la sensibilidad de la artista, lo que se ve son superficies cubiertas de transparencias, imágenes de configuraciones vegetales invertidas, manchas sutiles de colores armónicamente localizados, autenticas delicuescencias pictóricas. Los logros saltan a la vista: sus “paisajes”- que a veces parecen a vuelo de pájaro - transmiten una clara noción de realidad transfigurada y una precisa sensación de tranquilidad.
La persistencia de un mismo motivo, la seguridad en el manejo de unos recursos propios mil veces afinados, y el gusto por un trabajo amable, y sin estridencias, obviamente muy alejado de cualquier veleidad vanguardista, han hecho que la pintura de María Cristina Cortés sea en la actualidad una de las más finas e importantes del arte colombiano en los últimos años.