"Quebrantos"
Texto por Ana María Lozano
Septiembre 2010
Quisimos hacer un repaso de la obra de María Cristina Cortés. Junto con ella, desplegamos en la mesa de trabajo, catálogos que daban cuenta, en un resumen impreso, de comentarios, de títulos, de imágenes. Ese testigo histórico que, finalmente constituye un catálogo, producía un recorrido en el tiempo, unas líneas de continuidad, la posibilidad de observar los virajes, los cambios de dirección pero, aun más, las obsesiones. Daban una versión del recorrido artístico de Cortés, del cual hago seguimiento desde la memoria de una exposición colectiva en el Museo de la Universidad Nacional. Creo recordar en ella a Ana María Rueda, a Marta Combariza, a Marta Guevara. En esa ocasión, llamaron mi atención las vacas de María Cristina Cortés, en parte por su solemnidad prosaica, sus charcos de agua recién llovida, produciendo un verismo del paisaje que hoy plantearía de enfáticamente cotidiano. En las paredes del estudio, recortes, carteles, calendarios con reproducciones de diversas etapas. En otra pared, algunos monotipos de una serie anterior.
Mientras miro las piezas, pienso que me gustan mucho los títulos que escoge María Cristina para sus series: chambas, matorrales, matemonte, bejucales, rastrojal. Son palabras viejas, rurales, algunas; caídas en desuso, otras, ajenas al habitante de ciudad como yo. Son palabras que me hacen pensar en relaciones con la naturaleza más bien pragmáticas; poseen la minucia de saber útil para quien siembra, quien arrea, para aquel que recauda la jornada. Una palabra es latina, otra es un americanismo, otra, un colombianismo, lo cierto es que son términos muy específicos, aluden a características del terreno, de la vegetación, a temporalidades entre siembras, con un delicado grado de precisión. Eso me sugiere el hecho de que, Cortés mira el paisaje desde adentro. No mira el paraje desde la linde, atraviesa la cerca y mira desde el territorio mismo, con todo y mosquitos , aromas y olores, barrizales, y cadillos. Por eso, creo yo, lo que ve es un tanto inesperado, aguas estancadas, acumulaciones arbitrarias de hojas caídas, basura, juncos aplastados. Lo suyo no conduce a una observación plácida del paisaje, pues de forma dual, muestra imágenes bellas, que lo son tanto como son abruptas y, sobre todo, duras. Parece dar cuenta de aquello que está siempre presente pero nunca es advertido, esa materia no observada que, finalmente constituye lo cotidiano. Si se considera que el paisaje como género se estableció en cuanto daba cuenta a unos ojos no habituados, de ciertas expectativas inusuales de naturaleza, las obras de Cortés muestran el paisaje en su materialidad usual, diaria, en su puja entre ser objeto de admiración y ser objeto de explotación. Espacio quebrantado, mezcla de tierra y de bulldozers.
Esto pasa en sus últimas series, en las cuales, por otra parte, el abandono del color, completa o parcialmente, produce, decididamente, una atmósfera queda, que abandona toda estereotipación de naturaleza florida y exótica, expectativas que acompañan las descripciones de la naturaleza tropical y subtropical.
La técnica que emplea Cortés contribuye a producir estas imágenes inquietantes. Fruto de su obsesión de años por el paisaje es un archivo abundante en fotografías que ella recorta e incorpora a los cuadros. De esta manera, a la imagen fragmentada producto de planos de observación cerrados, se añade así, la fragmentación del espacio, en el que elementos pintados alternan con elementos fotografiados. Las escalas varían, también los valores de grises.
Una paleta neutra, rastros de pastel, elementos lineales nerviosos, marañas producidas por ramas partidas, por troncos semi arrancados, sensaciones de profundidad con instantes de abstracción. Los humedales, las aguas estancadas mantienen con vida este paisaje desarticulado y enrarecido.
El tono de esta muestra, ciertamente, es dramático. El formato apaisado de casi todas las pinturas, podría sugerir cierta calma; adentro, en contraste, el escenario deja ver las huellas de una actividad febril. Árboles talados, ramas arrancadas, troncos cortados conforman rastros de episodios violentos y continuados. Se trata de una naturaleza sitiada en un espacio suspendido, expectante.
"Quebrantos"
Texto por Gonzalo Mallarino Flórez
Septiembre 2010
Este es el nombre que reúne la más reciente pintura de María Cristina Cortés, exhibida en la Galería El Museo desde mediados de septiembre. Son paisajes y también, pedazos de paisaje, fragmentos de agua, madera, ramas, luz, humedad y sombras. Están pintadas al óleo y al pastel y puestos a convivir con fotografías.
Son paisajes, los viejos paisajes de María Cristina, las charcas, los vallados, las acequias de la tierra fría, de la sabana de Bogotá. Antes, durante muchos años, estuvieron poblados por dulces, mansas vacas, después se enturbiaron y ya no quedo sino materia, a veces detenida y degradada, y silencio, espera, una tristeza como de viento frio yendo de los troncos a los terrones de barro oscuro.
La tristeza, la melancolía de mirar así el paisaje, sigue allí, esta ahí en las nuevas pinturas de la artista, solo que una cosa inquietante ha empezado a suceder. Toda la tristeza, todo el quebranto decimos ahora, es endógena, sale de lo pintado, de sus elementos esenciales, de la misma materia que lo conforma. Aquí no están los ojos hondos y vidriosos de las vacas, pues ellas hace mucho se fueron y lo que queda de ellas se ha petrificado. No están las cascaras, las latas, el mugre, los vertidos que contaminaron y oscurecieron el agua. El agua se ha detenido, si, se ha enrarecido, pero es el ámbito que compone la artista, sin echar mano de ningún elemento cargado previamente de significado, lo que trae una enorme y bella desesperanza hasta nuestros ojos. Es la luz cenicienta, la composición, lo amarillento, lo gris, lo negro de sus colores preponderantes, lo que unido a lo remoto, a lo inconsciente de su ejercicio de pintar, da en estas atmosferas de soledad inapelablemente definidas y confinadas.
Es como si María Cristina estuviera haciendo un viaje hacia el pasado de su mente, hacia lo más arcaico de su mente, y lo que hubiera hallado fueran estos planetas de agobio y miedo. Fueran estos troncos como cuerpos que se mueren y sufren. Fueran estas hojas y estos ramajes como huesos y coyunturas. Fueran estas natas densas sobre el agua y unos hierbajos que apenas pueden verdear y respirar. Es ella, frente a frente con su pintura, sin ninguna ayuda de afuera. Ni en lo narrativo, ni en lo temático. Todas sus formas, sus planos, sus proporciones, surgen de la experiencia de sentir; de sufrir la materia que está pintando. Es la tensión de los elementos que está pintando, de esa agua, de esos troncos, de esa luz o de esa negrura, lo que produce el cuadro una vez se articulan.